Recuerdo una frase que oía constantemente cuando era pequeña: “Quien tiene boca se equivoca” y es de estas frases que se me han quedado grabadas de por vida, porque reconozco que yo me equivoco.
En el mundo que nos movemos, si observáis, es mucho más notoria aquella gente que destaca, que todo lo hacen bien, pero si escarbamos un poco, no es que no se equivoque, es que muchas veces no reconocer que se equivocan, o bien no explican que se equivocan.
Los desvíos, los errores, los retrocesos son parte del camino hacia nuestro destino, y aunque a veces parece que nos retrasan en la llegada a la meta, no lo hacen. Si somos honestos con nosotros mismos, aunque sea más tarde en el tiempo, nos daremos cuenta de que las dificultades, los errores han servido para hacer de nosotros mejores personas.
Reconocer que nos hemos “equivocado, confundido o errado” es un acto de humildad y de valentía. No nos hace ser más débiles (ni delante de los hijos, ni de los compañeros) es al contrario: nos coloca en una posición accesible y más humana. Por otro lado, cuanto más rápido reconozcamos los errores, más aceptaremos que no estamos donde queremos estar y antes tomaremos otro camino. Además, nos conecta con la realidad real, nuestro mundo, aquel que no es perfecto, y que es “¡Cómo la vida misma!.
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